Articulos online
Gilda
Santa Gilda, de Alejandro Margulis (Planeta). A 20 años de su muerte, un fragmento del libro en que se basa el film con Natalia Oreiro que se estrena en septiembre. Sus milagros, las voces de los que ella amó y de quienes la sueñan y reciben a diario en sus corazones.
Villa Paranacito
1996-2016
La noche que Crónica dio la noticia, Rita Monzón, la mujer de Carlos Maza, se quedó hasta las 2 de la mañana prendida al televisor esperando ver imágenes, las imágenes en crudo; y así vio tirada a Gilda en el pasto pero cuando ya la habían movido de la escalerilla del micro donde su cuerpo fue a parar y quedó inerte, con el tórax aplastado que le produjo la muerte en forma instantánea, según lo consignó el subcomisario médico Carlos E. Russell de la policía de Entre Ríos tras examinarla a las 10 y 10 de la noche en la morgue del cementerio de Gualeguaychú.
A primer golpe de vista, Russell creyó que se trataba de una persona mucho menor, tanto que le atribuyó 25 años de edad en la nota que elevó a sus superiores de la Sección Sanidad de la Jefatura Departamental de Gualeguaychú; Russell realizó su trabajo junto con el oficial subinspector Fabián Schiazzo y así verificaron los cadáveres sucesivos de Mariel, Elbio Masucco, Tita, Gustavo Babini, Enrique Tolosa, Raúl Larrosa Otero y Miriam Bianchi; la pericia duró 20 minutos, entre las 21:50 y las 22:10; arrancaron por el cuerpo de Mariel y el de Gilda lo dejaron para el final.
La noche de la noticia Rita estaba con Carlos Maza, su marido, y no lo podían creer; se acordaban perfectamente de Gilda en vida (cuenta que meses atrás la habían recibido alborozados en un saloncito de Grand Bourg cuando llegó sobre la hora, después de ir a un programa de la televisión, para estar presente en el cumpleaños de Rita); consternada, incrédula, la noche de la tragedia Rita llamó por teléfono a su cuñado, Oscar Raúl Maza, un hombre que siempre había tenido un feeling muy especial con los bailanteros, incluidos por supuesto Toty Giménez y Gilda.
Una de las hijas de Oscar, Andrea Maza, tenía 13 años cuando la conoció y fundó uno de los primeros clubes de fans: «Fui su amiga. La acompañaba a las radios y boliches. Desde sus comienzos recorrimos sus pasos junto a Nancy Vizcarra, mi hermana por parte de madre. Hasta el final. Y formamos su primer fans club. Pero en veinte años no tuve nada que ver con el santuario. Nancy sí, al comienzo, cuando lo fundó. Después Maza se lo quedó», me dice y agrega: «Desde chicas nunca tuvimos relación con mi tío. Mi papá estaba peleado con él. Lo otro son falsas versiones».
Por su parte Maza cuenta que la primera ayuda la recibió del entonces intendente de Villa Paranacito, el médico Eduardo Melchiori: «Le fui a pedir una mano para el 7 de setiembre del 97», dice. «Él puso camiones de tierra y las máquinas, yo pagaba el gasoil y el aceite y el chofer. Además me mandó, para darme una mano, a Arturo Ocampo, un puntero peronista. “Mirá, acá va a venir gente de todos lados, la gente no tiene dónde comprarte una gaseosa, un sánguche, si no te enojás voy a ponerte todo esto…” Yo iba con ladrillos y él con cerveza; yo con cal y él con choripanes…».
Herrero de profesión, radicado en Buenos Aires, Maza siempre fue bueno construyendo estructuras metálicas; de ahí que pudiese transformar el cascarón del micro donde viajaba Gilda en una suerte de capilla sin pintura alrededor de la cual fue colocando, despacio, bancos con mesas y sombrillas para preservar del sol a los devotos que empezaban a llegar: «El tercer movimiento fue levantar la pérgola que está frente al colectivo ahora», recuerda no sin evocar, del mismo modo, que su condición de bonaerense le granjeó suspicacias y entredichos con las personas de la zona.
«Me querían sacar el santuario a toda costa. Me desalojaban. Tres veces lo tuve que mover. Primero en la ruta debajo del ceibo, después a unos metros, y así. Hasta un incendio hubo que pasar… Yo quería comprar el terreno pero siempre eran respuestas negativas. Hasta que alguien me toca con la varita mágica y hace que pueda hablar con el dueño del campo… Así compré las dos hectáreas, todo pantano era…», dice en un bar de la Chacarita donde nos juntamos a conversar mientras Rita, preocupada por su salud, trata de que no se exalte demasiado.
Así construyó una suerte de casa de material junto a la que colocó los restos huecos del micro cuyo interior se volvió centro del renovado drama de la fe; y hay una foto de Maza y Rita donde se los ve colocando la piedra fundamental; de esa ocasión surgió luego una calcomanía (un fondo de bandera argentina con la leyenda «Que ella nos guíe») que pasó a formar parte de un merchandising básico: cadenitas y estampas, velas y pirámides, llaveros y prendedores, sombreros y vinchas, mates y medallas, en su momento casettes y ahora uno que otro cd…
Según cuenta Maza, los intendentes de la zona le ofrecían terrenos, hasta el de Gualeguay, pero él siempre se resistió a trasladarlo: «¿Cuál es el tema mío? Si lo saco de ahí le saco la esencia…», me asegura; no parece importarle que se inunde todo el tiempo, como si la naturaleza no pudiera descansar en paz en ese páramo; para él, la solución al problema sigue siendo levantar el nivel con camionadas de tierra; y en este punto se ha convertido en un Sísifo argentino: su condena es contemplar el terreno, una y otra vez rellenado, cubierto por el agua con cada nuevo anegamiento.
El día que conocí el santuario ya estaba cercado por una alambrada donde los visitantes habían colgado carteles de todo porte y color; barrios enteros colocaron sus pedidos y agradecimientos de punta a punta, y también alguno que otro cartel publicitario de plástico de una inmobiliaria que comercializaba los terrenos en la zona; y ahí también estaba la carcasa del micro sin ruedas ni puertas ni asientos, repleta de pañuelos atados y cartitas, dibujos y exvotos donde la gente hacía sus pedidos y agradecimientos por trabajo, salud, creatividad o amores.
Ahí cristalizó la tríada que los antropólogos clasifican como pedido-promesa-milagro, y que en términos del culto a Gilda se tradujo en el santuario como punto de llegada de peregrinos más o menos allegados a la cumbia que empezaron a ir para llevar sus promesas, para conseguir realizar sus deseos; el día que yo estuve ahí la respuesta editorial se demoraba y me encontré doblando, medio a escondidas, un papel con la palabra LIBRO antes de incrustarlo entre miles de exvotos anónimos; ¿había caído, como otros, en las mismas prácticas sacramentales?
Cuando escribí la primera de las versiones de este libro procuré contar con distancia crítica pero sin descuidar el detalle de lo que encontré en esa primera visita que hice en el año 2000: la disputa por la comercialización (la puja entre los chorizos caseros, quesos, dulces y miel de Villa Paranacito del puntero Ocampo y los objetos de culto de los Maza), la solemne impronta del lugar; desde afuera del micro reciclado en templo, donde los pañuelos colgaban rozándote la cara, entró la voz de Gilda al son de unas tumbadoras que venían de un Aiwa colgado de un árbol.
La linda voz de Gilda, su linda picardía aconsejaba a las mujeres que le echasen picante a los hombres desganados para el amor y me resultó curioso oírla mientras leía un recorte de diario pegado con cinta scotch entre los pañuelos: una entrevista al joven por entonces cura Adrián Guedes Domíngues, vicario nacional para Detenidos y Privados de la Libertad de la Iglesia Católica Apostólica Argentina, diciendo que los sacerdotes siempre tienen que estar junto a la gente y que si la gente cree que Gilda tiene ventajas sanadoras hay que aceptarlo.
Cuando estaba yéndome hacia la ruta observé que en el lateral derecho de los restos del micro había un retrato de Gilda con la diadema de flores en la frente, la mirada hacia el cielo y la boca entreabierta y gruesa; las líneas de sus rasgos eran cientos de nombres que la gente había insertado dentro de ese rostro, como si fuese una roca en un lugar turístico donde los enamorados graban sus votos; al alejarme tuve una impresión que nunca antes publiqué hasta ahora, la de que ese retrato de Gilda, dibujado en la pared exterior del micro, lloraba de verdad.
Desde entonces he estado meditando mucho en lo que me unió a ella y también en cómo traer otra vez al presente su espíritu redivivo, porque si bien es cierto que desde hace tiempo vengo trabajando para compartir su recuerdo con antiguos admiradores o con admiradores nuevos, muy jóvenes incluso, que no la seguían porque ni siquiera habían nacido cuando ella empezó a brillar aunque al escuchar su música quedan prendados, no hice hasta ahora nada más que escribir; por eso me puse en campaña para conseguir un sitio donde hacer el festejo por su vigésimo aniversario.
Releyendo el libro que publiqué en 2012 encontré el dato de que el debut de Gilda fue en el tropi de José C. Paz; de pronto sentí dudas, volví a averiguar cómo fue y así me contacté con la gente de Tropitango Bailable Oficial de Pacheco, porque se llama también «tropi» y porque queda en esa zona: su dueño, un tal Ricardo, me explicó por teléfono que Gilda no pudo haber debutado ahí porque en 1993 ni siquiera existía el espacio, tal vez lo hizo en Tornado, dijo, y quedó en averiguar; lo mismo me corroboró después Toty Giménez, por mensaje privado.
Mientras esperaba pensé otra vez en mi nacimiento, en si ella habría sido la que evitó no un tornado pero sí un huracán, que no se llamaba Gilda sino Esther, y en eso estaba cuando Toty Giménez interrumpió mi lucubración explicándome que El tropi de jcc paz hace años que no existe, lo que me llevó a pensar que si no había un espacio, si no existe ese espacio deberíamos inventarlo, lo mismo que cuando recreamos con la imaginación un pasado que no existió; así retomé una idea un tanto complicada: homenajearla en el santuario.
Villa Mitre-Villa Devoto
2016-1996
Desde hace más de 20 años guardo todas mis agendas y, por cierto, muchos manuscritos, intentos literarios y muchas cartas; sospecho que si revisara esos documentos encontraría no sólo el término, la palabra, con la que definir mis angustias recurrentes sino también un método del que me podría valer para escribir mejor; se figura en mí una pregunta: ¿qué pasaría si una persona pudiera acorralar la totalidad de las palabras que piensa o pronuncia y las leyera luego como antes del estreno y después del rodaje se «lee» lo filmado para una película en la isla de edición?
Si pudiera hacer con ese material algo a la manera de los Curie cuando descubrieron el radio, es decir, dedicar años para aislar la sustancia invisible que provoca una radiación benéfica, eso me permitiría encontrar una verdad; para evitar la frustración que me genera saber lo lejos que estoy de lograrlo miro la mesa ratona que me arregló un carpintero que yo tenía, que se llamaba Salvatierra, y lo que miro son unos papeles personales pero no míos sino de Gilda; se trata de una parte de las agendas que Raúl Cagnin me regaló cuando lo visité en su casa de Villa Devoto.
Gilda escribe ahí sus asuntos diarios durante siete semanas (7 otra vez 7) pero en la lista de radios después de publicar mi libro encontré casualmente algunos nombres en los que no había reparado, como el de su amiga y fan Laura Barrionuevo, que terminó casándose con Edwin Manrique; ahora releo esos nombres y me da por llamarlos para compartir el festejo por el vigésimo aniversario; si no hay un espacio aún, por lo menos pasarlo en cualquier parte pero con quienes la conocieron, pienso, y mientras tanto vuelven a llamarme de las radios, que ahora no son FM sino on line.
Y así me entrevistan desde una ubicada en el barrio de Belgrano y luego de otra de San Martin y luego de una en la biblioteca del Congreso; son reconocimientos éstos que me hacen sentir bien, como siguiendo los mismos pasos de Gilda cuando tenía que luchar para encontrar apoyo a su música, en los inicios, cuando todavía era una desconocida, porque estar en radios on line hoy es como estar en todas partes y en ninguna, una suerte de limbo mediático que aprovecho lo más que puedo para conseguir apoyo de quien sea para poner el santuario en condiciones para el aniversario.
Desde Córdoba y desde Entre Ríos aparecen los fans Nelson Arce y Hugo Alejandro Pastorini proponiendo que el festejo se haga ahí; una amiga de la infancia de Gilda, Adriana Mariño, se suma desde Mendoza; desde Quilmes, Martina Migoyo escribe en el grupo del Facebook «chicos fans d gilda kier k levantems d nuevo el santuario km el primer día antes de cumplir 20 años ella estaría orgullosa si nos unimos todos», y casi como que puedo oír el ruido de los melones que se acomodan pero… ¿hay realmente caos en el mundo espiritual?
Yo sé que el hoy es un hoy porque lo padece mi encarnadura, el cuerpo que envejece, esos asuntos nimios de la materia… ¿pero para ella?… no… para ella, nuestra humilde Gilda, mi Gilda, santa santita argentina, casta y buena Gilda que antes fue Shyll y Miriam Alejandra Bianchi… para ella no… como tampoco para ninguno de los que nosotros llamamos muertos, muertitos, ausentes eternos; sea como sea, lo voy a intentar… sí, creo que el lugar ideal para el festejo debería ser el santuario… el problema es que está bajo el agua… y que nadie sabe cuándo bajará…
--
Alejandro Margulis, nacido en la ciudad de Boston, en 1961, fue colaborador del diario Clarín y redactor de La Nación. Publicó los libros: Papeles de la mudanza (cuentos, 1988); Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma (novela, 1993); Los libros de los argentinos (reportajes, 1998); Junior. Vida y muerte de Carlos Menem (h.) (Planeta, 1999); Alex. La vida de un militante gay (biografía, 2011), entre otros. En la actualidad trabaja como editor, escritor, periodista y docente y dirige la agencia de servicios periodísticos y literarios Ayesha Libros (www.ayeshalibros.com.ar).


