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Gilda

La cantante de bailantas murió en un accidente hace poco más de tres años. Desde entonces, la mayoría de los devotos la considera santa, le reza y asegura haber recibido alguna ayuda milagrosa de ella. También hay gente que aprovecha el fenómeno para ganar algo de dinero.

No hay nada más inaceptable que la muerte. Y cuando es temprana y despiadada, cuando se ensaña y decide no esperar a la vejez, hay una sola forma de hacer justicia: darle un sentido útil. Gilda murió para hacer milagros, dicen. Gilda murió para convertirse en santa y cumplir deseos como un ángel de los pobres. Gilda sigue viva en algún rincón del infinito, envuelta en su vestido azul y bajo un aura de flores.

Así la ven sus fieles, los que le rezan y le prenden velas, los que llegan al santuario caminando de rodillas y lloran de emoción frente a sus fotos. Así, también, la prefieren los vampiros, los que explotan el mito y venden pósters, esencias, medallitas, los que en nombre de Gilda pasan la alcancía entre plegarias.


"Esta semana nos vamos a fundir: salieron tantas revistas...", sonríe Elba Quintana. Y hay algo opaco y triste en la sonrisa, una chispa hecha de polvo y herrumbre. Elba vive en Mataderos, en un dos ambientes escondido al fondo de una larga escalera. Seis camas se apilan como pueden y en el living suena un disco de La Renga. Pero Elba parece no escucharlo. Silenciosa y tranquila, enciende las luces de su propia música: sobre una cómoda ubicada en plena entrada se levanta un altar hecho a medida. Fotos, discos, libros, pósters, lamparitas de Navidad.

Gilda de los milagros

La Nación  - 10/10/1999

-Empecé a ir al cementerio (donde Gilda está enterrada) porque en un estudio me salió un fibroma y me tenían que operar. Así que fui y le dije: si es verdad que hacés milagros, hacé que no me operen. Y si lo cumplís voy al santuario (en la ruta 12), me bajo del micro y voy de rodillas. Y también voy todos los domingos a la Chacarita . Una semana antes de que me operaran, los médicos no lo podían creer, pero ya no tenía nada. Cumplí con todo lo prometido, y ahora cada vez que salgo de casa toco la foto y le pido protección.


Gilda fue una maestra jardinera devenida cantante de bailantas. En un acto escolar había decidido satirizar a Gladys, la bomba tucumana, y le salió tan bien que un hombre le propuso tomarse el tema en serio. A partir de entonces, empezó a llenar locales con éxito mediano. Hasta que un accidente en la ruta 12 -iba en un autobús junto a su hija y seis músicos- terminó con todo. Y la transformó en lo que es hoy: un fenómeno de desesperación y masas, un mito que atrae más público que el que la aplaudía en vida. Una usina de milagros.

-¿Qué más le pediste?


-Poder ser feliz.

Elba hace silencio. Una agüita triste le surca la cara ancha y trigueña. Se ajusta el pelo cobrizo detrás de las orejas. Su hija Joanna se sienta y esconde la cabeza entre rodillas. El cabello larguísimo llueve suave hasta el piso.

-Le pedí eso y un día me levanté y fui feliz. Me separé.

-¿El entendía lo de Gilda?

-No. Me separé por eso. El no entendía que yo fuera tanto al cementerio. Me iba de mañana y llegaba tarde. Pensaba que yo me iba quién sabe con quién. Y, además, hablaba mal de Gilda. Un día en el cementerio me subí y la toqué (a su foto) y sentí una luz que salía de ella y entraba en mi corazón y me decía que no dejara que hablen mal de Toti (el viudo, que actualmente tiene su propio grupo de música) o de ella. Desde entonces me peleo con mucha gente por eso, porque yo los defiendo a muerte.

Pensamientos de plástico que no se marchitan nunca, rosas, margaritas y claveles, ositos, placas grabadas, rosarios y una escalerita que llega hasta el nicho. Y un silencio, un trance hondo, un pesar profundo que a veces se quiebra por el timbre de algun pájaro. Eso es la Chacarita un día cualquiera. Un goteo permanente de almas en pena. Ojos que imploran, bocas que besan la foto una y mil veces, manos que intentan atascar una nueva flor en el mar de flores que sepulta la piedra. Hay una morocha de pelo interminable que retoca los arreglos y se va en silencio. Hay una señora que junta los dedos regordetes, se tapa la cara y reza bajito, o llora, o las dos cosas. Hay una nena subiendo la escalera y dejando una cartita con claveles rojos y rosados. Posa su mano sobre la foto de Gilda, esa foto llena de manos y de besos. Hay una abuela rezando por su perrita con parvovirus. Hay un duende de ojos tremendos pidiendo por su hermano con meningitis. "Dicen que Gilda hace milagros -murmura la madre-. Ya probamos con todo y nos faltaba esto." Hay tres moles de pelo largo, celular y remera stone . Estiran la mano, tocan la foto y se van.

-¿Escuchan los discos de Gilda?

-No -contesta el más mole y más stone -. Tengo la familia acá abajo y de paso vine a conocer.

Hay curiosos, también. Y un guía voluntario que orienta a los más novatos. Marcelo Escanda, desempleado, va al cementerio de lunes a domingos, de 7 a 19. A pesar de sus rezos, su madre no sobrevivió al cáncer. Desde entonces, no soporta su casa y prefiere la Chacarita. Dice que ahí se siente más acompañado.

Los 7 de septiembre, cuando se cumple el aniversario de la muerte de Gilda, la circulación es abrumadora. Una cuadra a triple fila de gente extremadamente humilde va a dejar sus rezos y sus flores. Ancianos, madres con bebes, gente en muletas o sillas de ruedas, y el desasosiego estampado en la cara. Cerca del nicho, un cartel promociona viajes al santuario por 12 pesos.

En plena ruta 12 de Entre Ríos, en cambio, el 7 de septiembre llega con clima de kermese. Un viento helado desparrama cumbia y olor a choripán, y cientos de personas bajan de los micros para quedarse hasta que caiga el sol. Usualmente, el lugar es un corralón casi despoblado cercano a un brazo del río, y cercado por un alambrado donde se atascan patentes de autos, pañuelos, flores y todas las formas de la ofrenda.

En los días comunes, la gente llega en dosis y en auto. Cuando alguno de los once clubes de fans organiza una excursión, en cambio, llegan los chárters y el lugar se llena. Y cuando se cumple un aniversario -el 7 de septiembre, día de su muerte, o el 11 de octubre, día de su nacimiento- simplemente estalla. La entrada al santuario propiamente dicho -una casita atiborrada de flores, fotos y pedidos- es a paso lento, y la caparazón del micro de la tragedia, ubicada a pocos metros, también se llena de devotos. Es curioso, porque parece cobrar vida: es tanto el viento y tan fuerte, que los pelos de la gente y los cientos de pañuelos anudados al chasis se agitan como si avanzaran a máxima velocidad.

"¿Por qué no le hacés una nota a Celeste?" De repente, una mujer brotando entre el tumulto. Una mujer imponiendo sugerencias al fotógrafo de la Revista.

-¿Celeste? -pregunta Daniel Caldirola.

-¡Celeste! -insiste la señora. Y cabe preguntarse si además de Luciano o Soledad hay algún otro gran fenómeno del que uno no está enterado. Para barrer las dudas, la agente de prensa-manager-mamá abre un álbum de fotos y lo muestra en detalle. Celeste cantando en programas tropicales, Celeste posando en revistas ídem, Celeste en el programa Movete , Celeste siempre Celeste. Y entonces, sí, llega Celeste. Una nena de 11 años con corona de flores, tapado de piel sintética, sandalias plateadas trepando en tiras hasta la rodilla y la cara crispada de frío. Debajo del abrigo está el vestidito azul. La marca registrada que la transforma en Gilda -"la auténtica", según sus padres- y la hace firmar autógrafos y sacarse fotos con su público.

Esta vez, por el tercer aniversario de la muerte, se levantó un escenario donde habrá números musicales, entre ellos el de la niña Gilda, y se celebrará una misa. "La Iglesia está al lado de quienes creen en un fenómeno y vienen a hacer una misa por gente que murió laburando -explica el padre Adrián Guedes Domínguez, vicario nacional de detenidos-. Con relación a si es santa o no, no hay una posición tomada, porque para ser santa demanda una postulación y tiempo. Pero no hay que olvidar que todos los santos empiezan por una manifestación popular."

Barrio Piedrabuena de Lugano. Alejandra Lemos, miembro del club Los Guardianes de Gilda y organizadora de excursiones a la ruta, atiende la llamada número dos mil. Su número de teléfono promocionando el viaje está pegado en la Chacarita, y son muchos los que decidieron sumarse. "Es que para nosotros es un ángel. No sé si una santa, porque eso lo decide la Iglesia, pero yo la veo como un ángel de la gente pobre."

Las paredes blancas tienen lamparones de Gilda. Fotos, cuadritos, pósters y un reloj de River llevando la mística a otra parte. En un rincón hay un altar sin velas y una nena con ojos de ciruela que muestra su vinchita de santa Gilda. "Mi hija, Noelia, pidió por el trabajo de una amiga, y se cumplió", asegura la madre.

-¿Y vos tenés trabajo?

-No, pero igual estoy embarazada. No tengo que trabajar. Pero gracias a Gilda mi marido sí consiguió. El siempre tenía trabajos de esos que hacés tres meses y te echan. Pasábamos Año Nuevo comiendo guiso. Y ahora desde hace un año que trabaja como mozo, en blanco y todo. Desde el segundo aniversario vamos todos los domingos al cementerio, limpiamos, cuidamos, hablamos, escuchamos los milagros que la gente nos cuenta.

-¿Por qué pensás que es Gilda la que hace todos los milagros?

-Porque ella sufrió mucho y ayuda a la gente para que no sufra. Siempre tuvo a la madre en contra. ¡Gilda, bajate!

-¿?

-Gilda es nuestra gata -se ríe, y señala con la vista a un remolino de pelos blancos, marrones y negros que hace acrobacias sobre el televisor. Gilda acusa recibo del grito, baja y corre por la casa. Alejandra está segura de que el departamento también es un milagro: hace unos meses alquilaban una pieza en San Cristóbal, y no podían comprar porque no tenían garantía. "Le pedimos algo más grande y de un día para otro nos salió esto: cuatro ambientes. ¿Qué tal? Flaca, te zarpaste , le dijimos. Ella es una ídola, más que eso. Tenemos todos sus discos, todo lo que sale de ella lo compramos."

-Tienen también la gata...

-Y un perro, ¿no lo viste? Se llama Toti, por el marido. Y antes también teníamos un gato, un machito, pero se suicidó tirándose por la ventana.

-¿Y ése cómo se llamaba?

-También Gilda.

Texto: Josefina Licitra Fotos: Daniel Caldirola

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El divino comercio

Los puestos de venta en la ruta 12 están monopolizados por Carlos Maza, un hombre de reflejos rápidos que tras la muerte de Gilda construyó un santuario en el lugar del accidente. Se incendió y Maza levantó a 30 metros otro santuario, pero más sofisticado -una pequeña casita de ladrillo, cemento y cal- y llevó a pocos metros el cascarón del micro accidentado. Ahora, el hombre recupera la inversión centralizando el comercio local y colocando una urna para colaboraciones en la entrada a la casita. Aunque se cuida de retirarla en los aniversarios (por la llegada masiva de la prensa), hay quienes aseguran haber visto billetes de hasta cincuenta pesos en el cofre de la felicidad. Las contribuciones le permitieron comprar un terreno lindero, de un valor apenas superior a los 2000 pesos, que piensa acondicionar en favor de la causa.

También en favor de la causa existe una amplia gama de artículos de venta: pirámides, estampitas con oraciones, llaveros, velas, cadenitas, libros, prendedores, sombreros, vinchas, mates y medallas son sólo parte del vasto merchandising inspirado en el nombre de Gilda. Los precios van desde 1 peso (el valor de una medallita) hasta 10 (el de un libro). El día del aniversario se estima que hubo unas 1200 personas. Según los cálculos caseros de esta cronista, se puede pensar que hubo un gasto mínimo de 2 pesos por persona. Por lo tanto, en un día se habrían recaudado unos 2400 pesos. Uno de los productos de mayor venta es un kit-ritual con velas, un corazón dorado, pétalos secos, un tarrito con perfume de Gilda e instrucciones para la ceremonia. El texto, muy armónico y celestial, es cerrado con una advertencia: "Si es para embarrarnos, Gilda sabrá lo que te va a hacer".

Sobre la ruta la imagen de Gilda jamás está desprovista de flores

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